miércoles, 12 de septiembre de 2012

Del Rey y del Indigente, y de su arista compartida

Polvo eres y al polvo te irás.    


      En La Magna nació y creció Sinnombre, el hijo de Nadie y Ella. No tuvo hermanos ni tíos, por simple deducción tampoco primos. Estuvo solo todo el tiempo.
      Cuando pequeño, jugó a no jugar; es decir, jugó a ser grande. Cuando adolescente, sació el tiempo con vanidades y con vacíos. Vicios innumerables que no le hicieron ni bien ni mal, cualidad que los convertía en mortales en lugar de dañinos, pero que de alguna manera, no cumplieron su objetivo natural sobre Sinnombre. Tuvo búsquedas infinitas, tuvo enfrentamientos inocentes y tuvo eludidas culpables. Tuvo hambre y tuvo saciedad, y de ambas se cansó.
      Durante su vigésimo invierno, experimentó una sensación distinta. Mientras se miraba al espejo, se encontró buscando respuestas. Ese hambre de su alma le enseñó a leer y a escribir, en ese orden. Curiosa la letra, que fue consecuencia de alimentarse de palabras de penumbra y fuegos cavernosos, tomó vida propia.
      Bajo un sauce llorón, poemas de un amor nefasto, que roían sus ojos con lágrimas filosas; las palabras parecían más alucinadas que escritas. Porque todos los amores nefastos terminan siendo un mal sueño que enseña con pedagogía brutal, y esconden sus manos manchadas luego de tirar la piedra.
      En la casa amarilla, cuentos para dormir, con princesas de belleza áurea y caballeros con almas temerarias, que sin mirar atrás se enamoraban descaradamente y terminaban sus estridentes existencias comiendo perdices.
      En el templo, las canciones zigzagueantes, partiendo de alabanza y pasando por súplica y contrición, con formulaciones exquisitas y rima entrenada. Estrofas melodiosas con estribillos adhesivos; para el superior y para el mendigo que eran hermanos al cantar pero nunca en el silencio, las canciones inventaban un mundo en el humo del incienso y lo elevaban con él al infinito.
      Por el camino, los ensayos de pensadores se entrelazaban en el papel. Porque los ejes de las carretas bien engrasados significan en todo el mundo, que una cabeza puede soltar sus redes al aire. Invento la mitad y la otra fantaseo, no por ello menos reales, sino sólo por esa razón con entidad.
      En el cementerio, el silencio.
      Sinnombre no se sorprendió cuando la necesidad de leer dio a luz a la escritura. Un leve escalofrío lo recorrió cuando aceptó que los lugares le hablaban (más bien le dictaban), pero fue un reflejo y nada más. El temor auténtico estaba en el silencio del cementerio.
      ¿Por qué son acalladas para siempre las almas? Conocen el secreto, conocen el truco, conocen la mentira-verdad de la magia y la ilusión, de la abundancia y la necesidad, conocen los signos de los tiempos y la historia y el porvenir, y hasta conocen la fórmula para ser feliz. O al menos eso quiso creer Sinnombre. Y se equivocó.
      Un probervio chino asevera que si un problema carece de solución, también carece de existencia. Pero el problema fue que él quiso escribir, y una mano no se lo permitió. Una y otra vez fue al cementerio, de mañana, de tarde y de noche. Una y otra vez, su mano que solía soltarse, era sujetada por otra; extraña. Extraña al lenguaje del papel y la tinta, al de la boca y el ruido, al del silencio y la mirada. Extraña, pero familiar. Ésto último fue lo menos raro del asunto, ya que la gemela de su mano de la pluma, era la responsable del impedimento.
      Resulta así que Sinnombre se abrazaba a sí mismo en el cementerio, y escuchaba aquello que jamás iba a poder escribir. Porque hay cosas que nunca deben ser escritas; las cosas que un hombre,incluso un hombre sinnombre, dialoga con su propia alma. Las cosas quetodavía no entiende, y que en algún instante entenderá. O no.

      El cementerio sigue siendo el lugar favorito de Sinnombre, y cada vez lo visita con más frecuencia.